La mañana de la danza moderna es una hora agitada. Puede que la danza fuera el menos precipitado de sus eventos. La mañana de la danza moderna es un tiempo de turbulencias. Centrífugas algunas (la Belle Époque muriéndose de fiesta). Centrípetas otras (la razón muriéndose de fascismo). Puede que la danza fuera el ovillo en el que recoger la forma de esas turbulencias comprensivas o dispersivas. Hora en que una noche hembra pretendió que se hiciese de día, la mañana de la danza moderna es un tiempo de feminidades viajeras, pioneras y pasajeras. De soledades belicosas y desarmadas. De singularidades intensivas. De histerias pensativas. E inversiones y reversiones. Y conversiones y perversiones.
Loïe Fuller y Mary Wigman fueron de esas singularidades concentradas, de esos nudos de masa crítica. Musa de años locos una, Musa de un totalitarismo loco otra. Centrífuga, Loïe. Centrípeta, Mary. El agua del mar y el fuego del Walhalla. Amiga de reyes una, amiga de jerarcas otra. Se codearon, ambas, con responsables de guerras mundiales. Y una venía de América a conquistar Europa. La otra creyó, de Europa, conquistar América. Ambas le bailaron al centro que eran, y a ambas les bastó, para bailar, su centro: un turbulento desaparecer, Loïe. Un turbulento concretarse, Mary. Una pureza de los efectos Loïe. Una pureza de las causas Mary.
Preguntémosles cómo fue creer que el centro que bailaban fuera cuestión de verdadera magia o verdadera fe, cuando el siglo afilaba sus cuchillos, y confluía en el centro lo peor de otras falsas ilusiones, y otras falsas fes. Mientras tenía que ser de día, y de pronto se hizo noche. Cómo cruzaron esa oscuridad. Y si es verdad que sabían, sobre la nada, más que todos los muertos.